El Credo
Viene de aqui
‘El amor lo conquista todo’ – Virgilio
¿Cómo podemos como Cristianos amar sin caer en un humanismo chocante ni en una teología liberadora falsa?
Lo primero que tenemos que hacer es revisar que es lo que nosotros creemos, muchas veces pensamos que sabemos lo que creemos para sorprendernos que realmente no sabíamos nada, es hora pues de dar una verdadera y profunda sumergida al pozo de agua que es nuestra Fe.
Usaremos el Símbolo de los Apóstoles por ser el que mas fiel se acerca a la tradición temprana de la primera comunidad, comencemos pues con este viaje.
Creo en Dios, Padre Todopoderoso, Creador del cielo y de la tierra
Creo en Dios, ¿Qué significa creer en Dios y en cual Dios creemos?
Ya Aristóteles y Platón fueron encontrando una Inteligencia que lo guiaba y movía todo, ellos fueron derrocando el pensamiento politeísta de su tiempo, ya no era zeus, ya no era apolo ni atenea, si no el “Logos” la Inteligencia Suprema el verdadero Dios.
Este Dios es en el que creían los filósofos griegos y muchos actuales, así como algunos agnósticos y otros cuantos que creen en “algo”
Este es un Dios abstracto, geométrico, sabio, inteligente, creador del universo y sus leyes inmutables, no se sabe si se preocupa del hombre o no, muchos lo ven como una justicia natural imparcial que sostiene el universo entero bajo su poder y sabiduría.
¿Pero quien es Dios para nosotros los Cristianos y principalmente para los Hebreos en tiempos bíblicos a los cuales les fue revelado el único Dios?
Al decir que creemos en Dios Padre, estamos diciendo algo trascendental. Le estamos dando un atributo de filiación, esta filiación significa acercamiento, unión, promesa.
Cuando Yahvé habla a Moisés desde la zarza ardiendo el se autonombra como “Yo Soy el que Soy” es decir que no existe otra existencia fuera de Él, no hay otro Dios, pero lo verdaderamente importante viene después: “Yo soy el Dios de tus padres, el Dios de Abraham, el Dios de Isaac, y el Dios de Jacob”
¿Qué significa esta denominación, Soy el Dios de tus padres?
Es importante recordar que los dioses anteriormente eran dioses de la naturaleza, dios del agua, dios del fuego, dios de la guerra, y que además se circunscribían a un lugar.
No así con el Dios revelado, este ya no era un Dios de “algo” ni se sometía a un lugar, Él era el Dios de Abraham, Isaac y Jacob, es decir era un Dios de “personas”. Dios entra en contacto con el hombre, se acerca a el, esa Inteligencia Suprema, ese Logos, ese Creador del universo entero, es el que guía al hombre en la historia, es el que se baja de su situación suprema y dialoga con el hombre, es el Dios de la “promesa”.
Así este Dios Todopoderoso, Creador del cielo y de la tierra, es decir, el Dios sabio, inteligente que de la nada y sin necesidad de nada trajo a la existencia “algo” creo, todo lo que existe. La diferenciación del cielo y la tierra se atribuye a que en la antigüedad el pensamiento ponía las fuerzas cósmicas e invisibles en el plano celeste, por eso después se extendió en el símbolo Nicea-Constantinopla a “creador de todo lo visible y lo invisible”. Así se quiere decir que Dios creo todo, tanto las fuerzas visibles y la creación donde habita el hombre y de la cual el hombre es parte, así como lo invisible y las potencias angélicas y espirituales.
El punto culmen de esto fue el saber que ese Dios, grande y sabio, no era un ser abstracto en sí mismo, imparcial y sin “personalidad”, si no que este Dios es Padre, es decir sale de su existencia para ir al encuentro de aquel que ama, aquel que lo creo a imagen y semejanza de El, aquel que tiene conciencia y lo puede llamar, aquel hombre con quien puede entablar un dialogo, aquel primer Abraham con el que hizo una alianza, es así el Dios del cumplimiento de la alianza, de la promesa, el Dios que nos conoce, aquel Dios que es Verdad y no puede contradecirse ni echar camino atrás, es el Dios que avanza hacia un fin ultimo, no el Dios de los constantes ciclos cósmicos, si no el Dios que nos encamina a una promesa final, a un encuentro ultimo que será por los siglos de los siglos.
Seguir Leyendo [+]
Creo en Jesucristo, su único Hijo, nuestro Señor
De nuevo se requeriría un libro entero solo para explicar esta parte del credo, así que seamos lo mas breves posible.
El decir que creo en Jesucristo, no es lo mismo que decir que creo en Jesús, o que creo en Cristo (a un que a base de la costumbre Cristo equivalga a decir lo mismo que Jesucristo) Decir que creo en Jesucristo es decir que yo tengo la convicción que en el personaje histórico de Jesús se llevo a cabo el plan salvador de Dios, que solo Él es el camino al Padre (Jn 14:6). Es aceptar en una sola palabra - Jesucristo -, que existe un abismo entre Dios y el hombre a causa del pecado, y que la reconciliación requiere de arrepentimiento, y aceptación de la salvación otorgada por Jesucristo, no por sus palabras que son de reprimenda y consuelo a los “hijos de Dios” si no por su Cruz, con la cual en la entrega total de su vida se nos cierra la brecha y somos reestablecidos en alianza y con ello en la promesa y dialogo con Dios, ahora a través de Jesucristo.
Su único Hijo... esta es una frase interesante ya que la mayoría de los Cristianos la entiende mal. Muchos creen que esta filiación de Hijo, cuando se dice “Hijo de Dios” es una analogía a una filiación biológica, como si Dios hubiera “engendrado” biológicamente a su Hijo, como un mito divino. (El Hijo, que es eterno se encarno)
Cuando se refiere a “Hijo de Dios” ese evoca un salmo (Sal 2, 7)
Voy a anunciar el decreto de Yahvé:
El me ha dicho: "Tú eres mi hijo; yo te he engendrado hoy.
Pídeme, y te daré en herencia las naciones, en propiedad los confines de la tierra.
Con cetro de hierro, los quebrantarás, los quebrarás como vaso de alfarero."
J. Ratzinger en su libro de Introducción al cristianismo nos explica de esto:
Este oráculo se recitaba en la ceremonia de entronización de los reyes de Israel, pero procede, como ya hemos dicho, de ritos orientales primitivos y reales en los que el rey se presentaba como hijo engendrado por Dios. Sin embargo, parece ser que sólo Egipto conservó esta concepción de la procreación del rey por parte de Dios: el rey se concebía aquí como una esencia engendrada por Dios, pero en Babilonia el mismo ritual se había desmitologizado y se celebraba al rey como hijo de Dios no en el sentido de la procreación, sino en el del derecho.
Cuando la corte davídica asumió la fórmula, desapareció completamente su sentido mitológico. La concepción de que el rey era físicamente engendrado por Dios quedó suplantada por otra, por la que el rey era actualmente hijo de Dios; el acto de la procreación se concibió como acto de elección hecha por Dios. El rey es hijo, no porque Dios lo haya engendrado, sino porque lo ha elegido. No se celebra el acontecimiento físico, sino el poder de la voluntad divina que crea un nuevo ser. La teología de la elección del pueblo se condensa en la mencionada filiación. Según textos antiguos, por ejemplo Ex 4,22, Israel es el primogénito de Dios, su hijo amado. Cuando en la época real estos textos se aplican al caudillo del pueblo, la vocación de Israel se condensa en el sucesor de David. Él es el representante de Israel, el que asume el misterio de la promesa, de la vocación y del amor de Israel.
Además, teniendo ante los ojos la situación real de Israel, la aplicación del ritual real oriental realizada por el salmo podía parecer un sarcasmo de mal gusto. Era lógico que al faraón o el rey de Babilonia se les celebrase en el momento de su coronación haciendo votos por el dominio universal: Te daré en posesión los confines de la tierra. Podrás regirlos por cetro de hierro, romperlos como vasija de alfarero.. Pero lo que era lógico aplicado a los poderosos de Babilonia y Egipto, aplicado al rey coronado en la montaña de Sión parecía pura ironía, ya que los reyes de la tierra no le temían; era él quien temblaba ante ellos. El domino del mundo aplicado al caudillo de las doce tribus podía parecer, como hemos dicho, irrisorio. Con otros términos, el manto tomado del ritual real oriental al que pertenece el salmo le venía demasiado grande al rey de Sión; por eso la historia obligó al pueblo a convertir este salmo en una profecía de esperanza; esto era para lo único que podía valer, ya que si se aplicaba al rey actual era incomprensible. Es decir, la teología real en un primer estadio pasó de la teología de la procreación física a la de la elección; pero en una segunda etapa la teología de la elección se convirtió en teología de la esperanza en el rey futuro; el oráculo real se transformó en promesa de que un día surgiría un rey que con razón podría decir:
Tú eres mi hijo, hoy te he engendrado.
Pídeme y haré de las gentes tu heredad,
te daré en posesión los confines de la tierra.
Así tenemos que el denominar a Jesucristo como Hijo de Dios se entiende en este contexto, no en un contexto mítico donde Jesús es el hijo divino de Dios.
Su otro alcance es el que aparece en el evangelio de Juan, donde la palabra “hijo” adquiere otro significado, y proviene de la oración “Abba” que significa “Padre” en un tono muy intimo y personal, aquí Jesucristo da una filiación divina superior, no causada por una procedencia “creada” en la concepción, si no que es una filiación que siempre ha existido, una unión eterna entre el “Padre” y el “Hijo”.
Padeció bajo el poder de Poncio Pilato, fue crucificado, muerto y sepultado
¿Por qué padeció? Aquí hay otra versión muy comúnmente extendida por los Cristianos, los cuales creen que la pasión y la cruz de Cristo fue un mecanismo que exigía justicia, y reparación cuantificable de las ofensas a Dios.
De nuevo Ratzinger nos explica: - Introducción al Cristianismo -
Anselmo de Canterbury (1033-1109) llegó a deducir la obra de Cristo por motivos necesarios (rationibus necessariis) e irrefutablemente mostró que tuvo que llevarse a cabo tal y como se realizó. Sin entrar en detalles, podemos exponer así su pensamiento: El pecado del hombre se dirige contra Dios; así se viola infinitamente el orden de la justicia, y a Dios se le ofende también infinitamente. Por otra parte, la magnitud de la ofensa se mide por la grandeza del ofendido; es decir, las consecuencias son distintas si en vez de ofender a un medigo ofendo al presidente de una nación. La ofensa es, pues, mayor o menor según la grandeza del ofendido; ahora bien, como Dios es infinito, la ofensa que el hombre le ha causado por el pecado ha de ser también infinita. El derecho así violado tiene que ser reparado porque Dios es un Dios del orden y de la justicia, más aún, es la justicia misma, y como la ofensa es infinita, también la reparación necesaria debe ser infinita.
Pero ¿quedará el orden perturbado para siempre? ¿quedará el hombre sumido para siempre en el abismo? Anselmo recurre aquí a Cristo; su respuesta reza así: Dios mismo repara la culpa, pero no mediante una simple amnistía (cosa posible) que no restablecería el orden desde dentro, sino mediante la encarnación del infinito que, como hombre, pertenece al género humano; pero al mismo tiempo tiene la capacidad de llevar a cabo la reparación, cosa que no le está permitida al hombre. La redención es, pues, graciosa, pero a la vez es la reparación del derecho violado.
Anselmo creyó haber dado así una respuesta satisfactoria al problema cur Deus homo, al problema del por qué de la encarnación y de la cruz. Sus ideas dominaron por espacio de mil años en la cristiandad occidental. Cristo tuvo que morir en la cruz para reparar la ofensa infinita y para restablecer así el orden perturbado.
¿Qué lugar ocupa la cruz dentro de la fe en Jesús como Cristo? Este es el problema ante el cual nos sitúa este artículo de la fe. Nuestras reflexiones anteriores nos han dado los elementos esenciales de la respuesta; ahora debemos unirlos. La conciencia cristiana en general, como dijimos antes, está condicionada a este problema por la concepción de Anselmo de Cantebury, cuyas líneas fundamentales expusimos anteriormente.
Para muchos cristianos, especialmente para los que conocen la fe sólo de lejos, la cruz sería una pieza del mecanismo del derecho violado que ha de restablecerse; sería el modo como la justicia de Dios, infinitamente ofendida, quedaría restablecida con una actitud que consiste en un estupendo equilibrio entre el deber y el tener que; pero al mismo tiempo, uno tiene la impresión de que todo eso es pura ficción. Se da a escondidas, con la mano izquierda, lo que recibe solemnemente la mano derecha.
Una doble luz misteriosa alumbra la 'expiación infinita' que Dios parece exigir. Los devocionarios presentan la concepción según la cual en la fe cristiana nos encontramos con un Dios cuya severa justicia exigió el sacrificio de un hombre, el sacrificio de su propio hijo. Pero con temor no apartamos de una justicia cuya oculta ira hace increíble el mensaje del amor.
Esta concepción se ha difundido tanto cuanto falsa es. La Biblia no nos presenta la cruz como pieza del mecanismo del derecho violado; la cruz, en la Biblia, es más bien expresión del amor radical que se da plenamente, acontecimiento que es lo que hace y que hace lo que es; expresión de una vida que es para los demás. Quien observe atentamente, verá cómo la teología bíblica de la cruz supone una revolución en contra de las concepciones de expiación y redención de la historia de las religiones no cristianas; pero no debemos negar que la conciencia cristiana posterior la ha neutralizado y muy raramente ha reconocido todo su alcance.
Por regla general, en las religiones del mundo expiación significa el restablecimiento de la relación perturbada con Dios, mediante las actitudes expiatorias de los hombres. Casi todas las religiones se ocupan del problema de la expiación; nacen de la conciencia del hombre de su propia culpa, de superar la culpa mediante acciones expiatorias ofrecidas a la divinidad. La obra expiatoria con la que los hombres quieren expiar a la divinidad y aplacarla, ocupa el centro de la historia de las religiones.
El Nuevo Testamento nos ofrece una visión completamente distinta. No es el hombre quien se acerca a Dios y le ofrece un don que restablezca el equilibrio, es Dios quien se acerca a los hombres para dispensarles un don. El derecho violado se restablece por la iniciativa del amor, que por su misericordia creadora justifica al impío y vivifica los muertos; su justicia es gracia, es justicia activa que juzga, es decir, que hace justos a los pecadores, que los justifica.
Nos encontramos ante el cambio que el cristianismo supuso frente a la historia de las religiones. El Nuevo Testamento nos dice que los hombres expían a Dios, no como habría de esperar, ya que ellos han pecado, no Dios. En Cristo, "Dios reconcilia el mundo consigo mismo" (2 Cor 5,19); cosa inaudita, completamente nueva, punto de partida de la existencia cristiana y médula de la teología neotestamentaria de la cruz: Dios no espera a que los pecadores vengan a él y expíen, Él sale a su encuentro y los reconcilia. He ahí la verdadera dirección de la encarnación, de la cruz.
Según el Nuevo Testamento, pues, la cruz es primariamente un movimiento de arriba abajo. No es la obra de reconciliación que la humanidad ofrece al Dios airado, sino la expresión del amor incomprensible de Dios que se anonada para salvar al hombre; es su acercamiento a nosotros, no al revés. Con este cambio de la idea de expiación, médula de lo religioso, el culto cristiano y toda la existencia toma una nueva dirección. Dentro de lo cristiano la adoración es ante todo acción de gracias por la obra salvífica recibida. Por eso la forma esencial del culto cristiano se llama con razón Eucaristía, acción de gracias.
En este culto no se ofrecen a Dios obras humanas, consiste más bien en que el hombre acepta el don.
No glorificamos a Dios cuando nos parece que le ofrecemos algo (¡como si eso no fuese suyo!), sino cuando aceptamos lo suyo y le reconocemos así como Señor único. Le adoramos cuando destruimos la ficción de que somos autónomos, contrincantes suyos, cuando en verdad sólo en él y de él podemos ser.
El sacrificio cristiano no consiste en el don de lo que Dios no tendría si nosotros no le diésemos, sino en que él nos dé algo. El sacrificio cristiano consiste en dejar que Dios obre en nosotros.
La cruz como adoración y sacrificio.
Todavía nos quedan muchas cosas por decir. El Nuevo Testamento, leído desde el principio hasta el fin, nos sitúa ante esta cuestión: ¿el acto expiatorio de Jesús no es ofrecer un sacrificio al Padre?, ¿no es la cruz el sacrificio que Cristo sumisamente ofrece al Padre? Una larga serie de textos parece describir el movimiento de la humanidad que asciende a Dios, cosa que parece contradecir lo que hemos afirmado antes. En realidad, sólo con la línea ascendente no podemos comprender el estado de las cosas del Nuevo Testamento. ¿Cómo puede ilustrarse la relación mutua de ambas líneas? ¿Excluiremos una en favor de la obra? Si así obramos, ¿cuál será la razón que lo justifique? Sabemos que no podemos proceder así: en último término no erigiríamos la arbitrariedad de nuestra propia opinión en medida de fe.
Para seguir adelante, debemos ampliar el problema y ver claramente dónde estriba el punto de partida de la explicación neotestamentaria de la cruz. Reconozcamos primeramente que para los discípulos de Jesús la cruz fue ante todo el fin, el fracaso. Ellos creyeron encontrar en Jesús al rey que gobernaría por siempre, pero de repente se convirtieron en camaradas de un ajusticiado. La resurrección los llevó a la convicción de que Jesús era verdaderamente rey; sólo poco a poco comprendieron el significado de la cruz.
La Escritura, es decir, el Antiguo Testamento, les ayudó a reflexionar; a través de conceptos e imágenes veterotestamentarias comenzaron a comprender lo ocurrido. Los textos litúrgicos y las profecías les convencieron de que lo anunciado se había realizado en Jesús; partiendo de ahí se podía comprender de modo completamente distinto de qué se trataba en verdad. Por eso el Nuevo Testamento explica la cruz, entre otros, con los conceptos de la teología del culto veterotestamentario.
La Carta a los Hebreos nos ofrece la más consecuente continuación de tal tarea; en ella la muerte de Jesús en la cruz se relaciona con el rito y la teología de la fiesta judía de la reconciliación, y se explica como verdadera fiesta de reconciliación cósmica. Podemos exponer brevemente el raciocinio de la Carta a los Hebreos: Todo sacrificio de la humanidad, todo intento de reconciliarse con Dios mediante el culto y los ritos, de los que el mundo está saturado, son inútiles por ser obra humana, ya que Dios no busca toros, machos cabríos o lo que se pueda ofrecer ritualmente. Ya se pueden ofrecer a Dios hecatombes de animales en todos los lugares del mundo; no los necesita porque todo eso le pertenece y porque al Señor de todo no se le puede dar nada, aun cuando el hombre queme sacrificios en su honor.
"Yo no tomo becerros de tu casa ni de tus apriscos machos cabríos. Porque mías son todas las bestias de los bosques y los miles de animales de los montes. Y en mi mano están todas las aves del cielo y todos los animales del campo. Si tuviera hambre no te lo diría a ti, porque mío es el mundo y cuanto lo llena. ¿Como yo acaso la carne de los toros? ¿Bebo acaso la sangre de los carneros? Ofrece a Dios sacrificios de alabanza y cumple tus votos al altísimo"(Sal50,9-14).
El redactor de la Carta a los Hebreos se sitúa en la línea espiritual de este texto y de otros semejantes. Todavía con mayor intensidad pone de relieve la caducidad de tales ritos. Dios no busca toros ni machos cabríos, sino hombres.
El "Sí" humano sin reservas a Dios es lo único que puede constituir la verdadera adoración. A Dios le pertenece todo; al hombre sólo le queda la libertad del .sí. o del .no., del amor o de la negación; el .sí. libre del amor es lo único que Dios espera, la donación y el sacrificio que unánimemente tienen sentido. La sangre de toros y machos cabríos no puede sustituir ni representar el .sí. humano dado a Dios, por el que el hombre se entrega nuevamente a Dios. "¿Pues qué dará el hombre a cambio de su alma?", pregunta el evangelista Marcos (8,37). La respuesta reza así: no hay nada en el mundo que pueda compensarlo.
Todo el culto precristiano se funda en la idea de sustitución, de representación; quiere sustituir lo que es insustituible, por eso es necesariamente pasajero, transitorio. La Carta a los Hebreos, a la luz del acontecimiento Cristo, muestra el balance sombrío de la historia de las religiones; en un mundo saturado de sacrificios esto podía parecer un ultraje inaudito.
Sin reservas, puede atreverse a manifestar el pleno naufragio de las religiones, porque ha adquirido un nuevo sentido completamente nuevo. Quien, desde lo legal-religioso, era un laico, el que no desempeñaba ninguna función en el culto de Israel, era el único sacerdote verdadero, como dice el texto.
Su muerte, que históricamente era un acontecimiento completamente profano "la condena de un criminal político", fue en realidad la única liturgia de la historia humana, fue liturgia cósmica por la que Jesús entró en el templo real, es decir en la presencia de Dios, no en el círculo limitado de la escena cúltica, en el templo, sino ante los ojos del mundo. Por su muerte no ofreció cosas, sangre de animales o cualquier otra cosa, sino que se ofreció a sí mismo (Heb 9,11s.).
Observemos la transformación operada en la Carta a los Hebreos, que es al mismo tiempo el núcleo de la misma: Lo que considerado terrenamente era un acontecimiento profano, era el verdadero culto de la humanidad, ya que, quien eso hizo, rompió el espacio de la escena litúrgica y se entregó a sí mismo. A los hombres les arrebató de las manos las ofrendas sacrificiales y en su lugar ofreció su propia personalidad, su propio yo. Nuestro texto afirma, sin embargo, que Jesús ofreció su sangre con la que realizó la justificación (9,12); pero esta sangre no hemos de concebirla como un don material, como un medio de expiación cuantitativo, sino simplemente como la concreción del amor del que dice Juan que llega hasta el fin (Jn 13,1). Es expresión de la totalidad de su don y de su servicio; es encarnación del hecho de que se entregó, ni más ni menos, a sí mismo. El gesto del amor que todo lo da, fue, según la Carta a los Hebreos, la verdadera reconciliación cósmica, la verdadera y definitiva fiesta de la reconciliación. Jesucristo es el único culto y el único sacerdote que lo realiza.
La esencia del culto cristiano.
La esencia del culto cristiano no es, pues, el ofrecimiento de cosas ni la destrucción de las mismas, como a partir del siglo XVI afirmaban las teorías del sacrificio de la misa; se decía que de esa forma se reconocía la supremacía de Dios.
El acontecimiento Cristo y su explicación bíblica ha superado todos esos ensayos de ilustración. El culto cristiano consiste en lo absoluto del amor que sólo podía ofrecer aquel en quien el amor de Dios se ha hecho amor humano; consiste en una nueva forma de representación innata al amor, en que él sufrió por nosotros y en que nosotros nos dejemos tomar por él. Hemos de dejar, pues, a un lado nuestros intentos de justificación que en el fondo sólo son excusas que nos distancian de los demás. Adán quiso justificarse, excusándose, echando la culpa a otro, en último término acusando a Dios: .La mujer que me dista por compañera, me dio del fruto del árbol... (Gn 3,12). Dios nos pide que en lugar de la autojustificación que nos separa de los demás aceptemos unirnos a él y que, con él y en él, nos hagamos adoradores.
Ahora podemos responder brevemente a algunas cuestiones que surgen en nuestro camino:
1.- En relación con el mensaje de amor del Nuevo Testamento se tiende hoy día a disolver el culto cristiano en el amor a los hermanos, en la "co-humanidad", y a negar el amor directo a Dios o la adoración de Dios. Se afirma la relación horizontal, pero se niega la verticalidad de la relación inmediata con Dios. No es difícil ver, después de lo que hemos afirmado, por qué esta concepción, tan afín al cristianismo a primera vista, destruye también la concepción de la verdadera humanidad.
2.- Las devociones habituales de la pasión nos plantean ante todo el problema del modo como el sacrificio (y consiguientemente la adoración) depende del dolor, y viceversa. Según lo que dijimos antes, el sacrificio cristiano no es sino éxodo del "para" que se abandona a sí mismo, realizado fundamentalmente en el hombre que es pleno éxodo, plena salida de sí mismo por amor. Según eso, el principio constitutivo del culto cristiano es ese movimiento de éxodo en su doble y única dirección hacia Dios y hacia los demás. Cristo lleva el ser humano a Dios, por eso lo lleva a su salvación. El acontecimiento de la cruz es, pues, el pan de vida "para todos" (Lc 22,19), porque el crucificado ha fundido el cuerpo de la humanidad en el "Sí" de la adoración. Es, por tanto, plenamente "antropocéntrico", plenamente relacionado con el hombre, porque es teocentrismo radical, abandono del yo y del ser humano a Dios. Como este éxodo del amor es el éxtasis del hombre que sale de sí mismo, en el que éste está en tensión perpetua consigo mismo, separado y muy sobre sus posibilidades de distensión, así la adoración (sacrificio) siempre es también cruz, dolor de separación, muerte del grano de trigo que sólo da fruto si muere. Pero esto indica que lo doloroso es un elemento secundario nacido de algo más fundamental que lo precede y que le da sentido.
El dolor es a la postre resultado y expresión de la división de Jesucristo entre el ser de Dios y el abismo del "Dios mío, ¿por qué me has abandonado?" Aquel cuya existencia está tan dividida que simultáneamente está en Dios y en el abismo de una criatura abandonada por Dios, está dividido, está .crucificado.. Pero esta división se identifica con el amor: es su realización hasta el fin (Jn 13,1) y la expresión concreta de la amplitud que crea.
Esto revela el verdadero fundamento de la devoción a la pasión, preñada de sentido. También muestra cómo coinciden la devoción a la pasión y la espiritualidad apostólica. Es evidente cómo lo apostólico, el servicio a los hombres y al mundo, penetra en lo más íntimo de la mística cristiana y de la devoción a la pasión. Una cosa no oculta a la otra, sino que vive profundamente de ella. También es evidente que la cruz no es una suma de dolores físicos, como si la mayor suma de tormentos fuese la obra de la redención. ¿Cómo podría Dios gozarse de los tormentos de una criatura, e incluso de su propio hijo, cómo podría ver en ellos la moneda con la que se le compraría la reconciliación?
Tanto la Biblia como la fe cristiana están muy lejos de esas ideas. Lo que cuenta no es dolor como tal, sino la amplitud del amor que ha dilatado tanto la existencia que ha unido lo lejano con lo cercano, que ha puesto en nueva relación con Dios al hombre que se había olvidado de él.
Sólo el amor da dirección y sentido al dolor; si no fuese así, los verdugos serían los auténticos sacerdotes; quienes provocaron los dolores serían los que habrían ofrecido el sacrificio. Pero como no depende de eso, sino del medio íntimo que lo lleva y realiza, no fueron ellos, sino Jesucristo, sacerdote, el que con su amor unió los dos extremos separados del mundo (Ef 2,13 s).
Esencialmente hemos dado también respuesta a la pregunta que nos hacíamos al principio: ¿no es indigno de Dios pensar que exige la muerte de su hijo para aplacar su ira? A esta pregunta sólo puede responderse negativamente: Dios no pudo pensar así; es más, un concepto tal no tiene nada que ver con la idea veterotestamentaria de Dios.
Por el contrario, ahí se trata del Dios que en Cristo habría de convertirse en omega, en la última letra del alfabeto de la creación. Se trata del Dios que es el acto de amor, el puro "para", el que, por eso, entra necesariamente en el incógnito de la última criatura (Sal 22,7). Se trata del Dios que se identifica con su criatura y en su contineri a minimo "en el ser abarcado y dominado por lo más pequeño" da lo "abundante" que lo revela como Dios.
¿Qué significa que descendió a los Infiernos?
Primero debemos saber que la palabra “infierno” fue una mala traducción de “sheol” que los hebreos utilizaban para designar a la muerte.
Aquí tenemos algo muy sencillo pero a la vez una verdad trascendente.
Pero primero veamos ¿Qué era la muerte para los hebreos?. La muerte era el silencio total, es decir la soledad, la nada. Ya mencionaba al principio del articulo como existe un solo miedo en el hombre, y este es al de la soledad. Pareciera curioso ver en nuestros tiempos como todo mundo vive para si mismo, siendo que el “único” infierno es precisamente el encerrarse en si mismo, cuando uno esta solo (esa soledad incluye la ausencia de Dios) realmente solo, encuentra uno su mas grande temor, ya que no puede “ser” una persona requiere de “otro” requiere de otro para comunicarse, para amar, para “ser”, en la soledad suprema no hay alguien mas con el cual mi amor pueda resonar, no existe nada, por eso para los Hebreos la muerte, el sheol, era la máxima soledad.
¿Que significa entonces que Jesucristo haya bajado a este sheol? Precisamente que la muerte ya no existe, la soledad ha sido derrocada, la muerte ha sido derrotada, ahora allí donde había muerte, donde había soledad, allí, bajo Dios, el amor por antonomasia descendió a la muerte, ya no hay soledad ahí, si no compañía, amor, la muerte ya no existe.
Ahora el verdadero infierno será para aquel que se encierra en si mismo, es decir, rechaza la apertura de ser-para los demás, de seguir a Cristo, de abrirse a Dios. Hablando con claridad, diremos que consiste formalmente en que él no quiere recibir nada, en que quiere se autónomo. Es expresión de la cerrazón en el propio yo.
De nuevo prefiero dejar a Ratzinger hablar de este tema la cual es un gran centro de nuestra fe:
El amor postula perpetuidad, imposibilidad de destrucción, más aún, es grito que pide perpetuidad, pero que no puede darla, es grito irrealizable; exige la eternidad, pero en realidad cae en el mundo de la muerte, en su soledad y en su poder destructivo. Ahora podemos comprender lo que significa resurrección: Es el amor que es-más-fuerte que la muerte.
El amor manifiesta además lo que sólo la inmortalidad puede crear: el ser en los demás que permanecen, aun cuando yo ya haya dejado de existir. El hombre no vive eternamente, está destinado a la muerte. Para quien no tiene consciencia de sí mismo, la supervivencia, entendida humanamente, sólo puede ser posible mediante la permanencia en los demás; así hemos de comprender las afirmaciones bíblicas sobre el pecado y la muerte. El deseo del hombre de .ser como Dios., su anhelo de autarquía por el que quiere permanecer en sí mismo, son su muerte, porque él no permanece. Si el hombre - y ahí está la esencia del pecado -, desconociendo sus límites, quiere ser plenamente "autárquico", se entrega a la muerte.
El hombre sabe, sin embargo, que su vida no permanece y que tiene que esforzarse por estar en los demás, para subsistir en el campo de lo vital mediante ellos y en ellos; para eso hay dos caminos, el primero consiste en la supervivencia en los hijos, por eso la soltería y la esterilidad se consideraban en los pueblos primitivos como la más terrible maldición, como ruina desesperada y muerte definitiva. Por el contrario, un gran número de hijos ofrece la mayor probabilidad de supervivencia, de esperanza en la inmortalidad y, consiguientemente, la mejor bendición que pueda esperarse.
Pero a veces el hombre se da cuenta de que en sus hijos sobrevive sólo impropiamente; surge así el segundo camino: desea que quede más de él, y recurre así a la idea de la fama que lo hace inmortal, ya que sobrevive en el recuerdo de todos los tiempos.
Pero el hombre fracasa también en este segundo intento de crearse la inmortalidad mediante el-ser-en-los-demás. En realidad, lo que entonces permanece no es el yo sino su eco, su sombra; por eso la inmortalidad así creada es en verdad un hades, un sheol, un no-ser más que un ser. La insuficiencia de esta segunda solución se funda en que no puede hacer que sobreviva el ser, sino sólo un recuerdo del mismo; la insuficiencia de la primera, en cambio, estriba en que la posteridad a la que uno se entrega no puede permanecer, se destruye
también.
Esto nos obliga a seguir adelante. Hemos visto antes que el hombre no tiene consistencia en sí mismo y que en consecuencia la busca en los demás; pero en ellos sólo puede haber un apoyo verdadero: el que es, es que no
pasa ni cambia, el que permanece en medio de cambios y transformaciones, el Dios vivo, el que no sólo mantiene la sombra y el eco de mi ser, aquel cuya idea no es simplemente pura reproducción de la realidad. Yo mismo soy su idea que me hace antes de que yo sea; su idea no es la sombra posterior, sino la fuerza
original de mi ser. En él puedo permanecer no sólo como sombra; en él estoy en verdad más cerca de mí mismo que cuando intento estar junto a mí.
Antes de volver de nuevo a la resurrección, vamos a ilustrar todo esto desde otro punto de vista. Reanudemos el discurso sobre el amor y la muerte: cuando para una persona el valor del amor es superior al valor de la vida, es decir, cuando está dispuesta a subordinar la vida al amor por causa de éste, el amor puede ser más fuerte que la muerte y mucho más que ella.
Para que el amor sea algo más que la muerte, antes tiene que ser algo más que la simple vida. Si el amor no sólo quiere ser esto, sino que lo es en realidad, el poder del amor superaría el poder biológico y lo pondría a su servicio. Teilhard de Chardin diría que donde esto se realiza, se lleva a cabo la "complejidad" decisiva y la complexión, el bios queda rodeado y comprendido por el poder del amor. Superaría sus límites "la muerte" y crearía la unidad allí donde existe la separación. Si la fuerza del amor a los demás fuese tan grande que no sólo pudiese vivificar su recuerdo, la sombra de su ser, sino a sí mismo, llegaríamos a un nuevo estadio de la vida que dejaría tras sí el espacio de las evoluciones biológicas y de las mutaciones biológicas, sería el salto a un plano completamente distinto en el que el amor no estaría por debajo del bios, sino que lo pondría a su servicio.
Esta última etapa de "evolución" y de "mutación" no sería ya un estadio biológico, sino el fin del dominio del bios que es también el dominio de la muerte; se abriría el espacio que la Biblia griega llama zoe, es decir, vida definitiva que deja tras sí el poder de la muerte. Este último estadio de la evolución, que es lo que necesita el mundo para llegar a su meta, no caería dentro de lo biológico, sino que sería inaugurado por el espíritu, por la libertad, por el amor. Ya no sería evolución, sino decisión y don al mismo tiempo.
¿Pero qué tiene esto que ver con la fe en la resurrección de Jesús? Antes hemos considerado el problema de las dos inmortalidades posibles para el hombre, que no eran sino aspectos de la misma e idéntica realidad. Dijimos que el hombre no tenía consistencia propia, que sólo podía persistir si sobrevivía en los demás. Y hablando de los demás dijimos que sólo el amor que asume al amado en sí mismo, en lo propio, posibilita este estar en los demás. A mi entender, estos dos aspectos se reflejan en las dos expresiones con las que el Nuevo Testamento afirma la resurrección del Señor: Jesús ha resucitado y Dios (Padre) a resucitado a Jesús.. Ambas expresiones coinciden en que el amor total de Jesús a los hombres que le llevó a la cruz, se realiza en el éxodo total al Padre, y que es ahí más fuerte que la muerte porque es al mismo tiempo total ser-mantenido por él.
Prosigamos nuestro camino. El amor funda siempre una especie de inmortalidad, incluso en sus estadios prehumanos apunta en esta dirección, pero para él, fundamentar la inmortalidad no es algo accidental, algo que hace entre otras muchas cosas, sino que procede propiamente de su esencia. La inmortalidad siempre nace del amor, no de la autarquía. Seamos lo suficientemente atrevidos como para afirmar que esta frase puede aplicarse también a Dios, como lo considera la fe cristiana.
Frente a todo lo que pasa y cambia, Dios es simplemente lo que permanece y consiste, porque es coordinación mutua de las tres Personas, su abrirse en el .para. del amor, acto-subsistencia de lo absoluto y, por eso, totalmente "relativo" y relación mutua del amor vivo. Ya dijimos antes que la autarquía que nada quiere saber de los demás no es divina. Para nosotros la revolución que supuso el mundo cristiano y la imagen cristiana de Dios frente a las concepciones de la antigüedad consiste en que el cristianismo comprendió lo absoluto como absoluta "relatividad", como relatio subsistens. (Ser relativo al "otro", el ser no subsiste por si solo, si no que es persona cuando es "para" los demás)
Volvamos hacia atrás. El amor funda la inmortalidad, la inmortalidad nace del amor. Esto significa que quien ha amado a todos, ha fundado para todos la inmortalidad. Este es el sentido de la expresión bíblica que afirma que su resurrección es nuestra vida. Así comprendemos la argumentación de Pablo, a primera vista tan especial para nuestro modo de pensar, en su primera carta a los corintios:
Si él resucitó, también nosotros, porque el amor es más fuerte que la muerte; si él no resucitó, tampoco nosotros, porque entonces la muerte es la que tiene la última palabra (cf. 1 Cor 15,16s).
De esto se colige una ulterior consecuencia. Es evidente que la vida del resucitado ya no es bios, es decir, la forma biológica de nuestra vida mortal intrahistórica, sino zoe, vida nueva, distinta, definitiva, vida que mediante un poder más grande ha superado el espacio mortal de la historia del bios.
Los relatos neotestamentarios de la resurrección ponen bien de relieve que la vida del resucitado ya no cae dentro de la historia del bios, sino fuera y por encima de ella; también es cierto que esta nueva vida se ha atestiguado y debe atestiguarse en la historia, porque es vida para ella y porque la predicación cristiana fundamentalmente no es sino la prolongación del testimonio de que el amor ha posibilitado la ruptura mediante la muerte y de que nuestra situación ha cambiado radicalmente. Según todo esto, no es difícil encontrar la verdadera hermenéutica de los difíciles relatos bíblicos de la resurrección, es decir, saber en qué sentido hay que comprenderlos.
Naturalmente no vamos a entrar aquí en la discusión de todos los problemas correspondientes, cada día más difíciles, ya que se mezclan afirmaciones históricas y filosóficas, aunque a veces sobre éstas no se reflexiona mucho; además la exégesis construye a menudo su propia filosofía que al profano puede parecerle la última afirmación bíblica. Muchas cosas quedarán aquí por discutir, pero lo que sí se ha de admitir es la diferencia entre la interpretación que quiere ser fiel a sí misma, es decir, que quiere seguir siendo interpretación, y las adaptaciones poderosas.
Sabemos que Cristo, por su resurrección, no volvió otra vez a su vida terrena anterior, como, por ejemplo, el hijo de la viuda de Naím o Lázaro. Cristo ha resucitado a la vida definitiva, a la vida que no cae dentro de las leyes químicas y biológicas y que, por tanto, cae fuera de la posibilidad de morir; Cristo ha resucitado a la
eternidad del amor.
Por eso los encuentros con él se llaman apariciones; por eso sus mejores amigos, que hasta hacía dos días se habían sentado con él a la misma mesa, no le reconocen; le ven cuando él mismo les hace ver; sólo cuando él abre los ojos y mueve el corazón puede contemplarse en nuestro mundo mortal la
faz del amor eterno que ha vencido a la muerte, y su mundo nuevo y definitivo, el mundo del futuro. Por eso es tan difícil, casi imposible, para los evangelistas describir los encuentros con el resucitado; cuando lo hacen, parecen balbucear y contradecirse.
En realidad hablan sorprendentemente al unísono en la dialéctica de sus expresiones, en la simultaneidad de contacto y no contacto, de conocer y no conocer, de plena identidad entre el crucificado y el resucitado y de plena transformación. Se le reconoce una vez, pero luego ya no se le reconoce; se le toca, pero luego ya no se le toca; es el mismo, pero también otro. La dialéctica es, como dijimos, la misma; cambian sólo lo medios estilísticos.
Acerquémonos bajo este aspecto al relato de los discípulos de Emaús, al que ya hemos aludido antes. La primera impresión parece enfrentarnos con una concepción terrena y masiva de la resurrección; no queda
nada de lo misterioso e indescriptible de los relatos paulinos; parece como si hubiese vencido la tendencia por el adorno, por la concreción legendaria, apoyada por la apologética que se afana por lo comprensible, y como si el Señor resucitado se hubiese vuelto de nuevo a su historia terrena; pero a esto contradice tanto su misteriosa aparición como su no menos misteriosa desaparición, y el hecho de que el hombre no pueda reconocerle. No se le puede ver como en el tiempo de su vida mortal; sólo se le ve en el ámbito de la fe;
con la interpretación de la Escritura enciende el corazón de los caminantes; al partir el pan les abre los ojos.
Hay ahí una alusión a lo dos elementos fundamentales del culto divino primitivo, formado por la unión del servicio de la palabra (lectura e interpretación de la Escritura) y la fracción eucarística del pan; de este modo nos revelan los evangelistas que el encuentro con el resucitado tiene lugar en otro plano completamente nuevo; aludiendo a los datos litúrgicos, intentan hacernos comprender lo incomprensible; así, hacen teología
de la resurrección y teología de la liturgia: en la palabra y en el sacramento nos encontramos con el resucitado; el culto divino es donde entramos en contacto con él y le reconocemos.
Con otros términos, la liturgia se funda en el misterio pascual; hay que comprenderla como acercamiento del Señor a nosotros, que se convierte en nuestro compañero de viaje, que nos abrasa el corazón endurecido y que nos abre los ojos nublados. Siempre nos acompaña, se acerca a nosotros cuando andamos meditabundos y desanimados, tiene la valentía de hacerse visible a nosotros.
Hasta ahora no hemos dicho sino la mitad. Quedarse ahí sería falsear el testimonio neotestamentario. La experiencia del resucitado es algo completamente distinto del encuentro con un hombre de nuestra historia, pero no debe limitarse a los diálogos de sobremesa y al recuerdo que después se habría condensado en la idea de que vivía y de que su obra continuaba. Con esta interpretación el acontecimiento se limita a lo puramente humano y se le priva de su peculiaridad. Los relatos de la resurrección son algo diverso y algo más que escenas litúrgicas adornadas; muestran el acontecimiento fundamental en el que se apoya la liturgia cristiana; dan testimonio de la fe que no nació en el corazón de los discípulos, sino que les vino de fuera y contra sus dudas los fortaleció y los convenció de que el Señor había resucitado realmente.
Sólo si aceptamos seriamente todo esto permaneceremos fieles al mensaje del Nuevo Testamento; sólo así conservaremos su alcance universal e histórico. Querer, por una parte, eliminar cómodamente la fe en el misterio de la intervención poderosa de Dios en este mundo y, por la otra, querer tener la satisfacción de permanecer en el campo del mensaje bíblico, no conduce a nada. No satisface ni a la lealtad de la razón ni a la exigencia cristiana y la .religión dentro de los límites de la razón pura.. Se impone la elección; el que
cree comprenderá cada vez más lo razonable que es la profesión de fe en el amor que ha vencido a la muerte
------------
Subió a los cielos, y está sentado a la derecha de Dios, Padre todopoderoso.
Después de lo anterior podemos entender lo que es el cielo, y no es mas que el estar con-Dios, es decir con lo que “Es” y jamás dejara de ser, con el amor infinito, con la entrega absoluta.
Me extraña como mucha gente habla de un cielo “aburrido” además de ser algo blasfemo es algo estúpido. Si estas personas quieren ver el “placer” y la fiesta como lo divertido, les tengo una pregunta ¿Quién creo sus sentidos y su conciencia, los cuales captan precisamente ese placer?.
Si Dios creo sus sentidos y su conciencia, ¿Quién mejor que el sabrá como llenarlos?. Si Dios creo al hombre para la felicidad, es por que Dios conoce precisamente la felicidad que llena al hombre, Dios creo todo lo que existe, seria estúpido pensar que los “juguetes” que nos creamos en la tierra son increables por Dios (como si esto diera la felicidad de todos modos).
Como Isabel Allende en su libro “la leyenda del zorro” nos narra:
A los indios los confundía el misterio del hombre torturado en una cruz, que los blancos adoraban, y no comprendían la ventaja de pasarlo mal en este mundo para gozar de un hipotético bienestar en otro. En el paraíso cristiano podrían instalarse en una nube a tocar el arpa con los ángeles, pero en realidad la mayoría de ellos prefería, después de la muerte, cazar osos con sus antepasados en las tierras del Gran Espíritu.
De nuevo aquí se denota la falta de inteligencia del hombre moderno que se deja llevar por los demás sin tener un poco de razonamiento consigo mismo.
Primero habla de “pasarlo mal” en este mundo para después pasar a un hipotético bienestar en el otro, luego habla de la creencia de los indios “después de la muerte”… es decir que los indios también creían en ese hipotético mundo después.
Sin contar la tonta imagen infantil de que el paraíso Cristiano es una nube un cántico de Ángeles con un arpa, para luego afirmar indirectamente que los indios prefieren un paraíso superior donde ellos cazaban osos con sus antepasados en las tierras del Gran Espíritu. Cosa mas irrisoria y curiosa, ya que precisamente si ponemos una correcta analogía Cristiana vemos como esto es lo que creemos.
La frase “ellos cazaban osos” significaba “la felicidad” para los indios, es decir (y es obvio) que ellos entendían la felicidad en dentro de un medio que ellos como humanos conocían, pero de nuevo el paraiso es la “felicidad”.
Después tenemos la parte que habla de los “antepasados” es decir, la creencia de que al final, todos los hermanos nos reuniremos, todos aquellos santos, familiares, amigos y héroes que lograron vivir y entender el amor y la justicia y con esto pasar la prueba, todos ellos se unirán a cazar osos, es decir a la felicidad eterna. “En las tierras del Gran Espiritu” es decir en las tierras de Dios, del creador, del sabio, de la suprema inteligencia, que para los Cristianos es cercano, se puede hablar con Él, Él mismo se encarno en su misterio en hombre, esas tierras del Gran Espíritu es la nueva Jerusalén, es el paraíso, donde estaremos con Él, y cazaremos osos, es decir seremos felices con nuestros antepasados o los hombres que amaron las leyes del Gran Espíritu (Dios), el cual las puso a su vez por amor al hombre, para que se amaran entre ellos.
Y por ultimo.
Desde allí ha de venir a juzgar a los vivos y a los muertos.
¿Juzgar? Solo a presentarnos nuestras acciones en la tierra, y ver si entendimos la creación, su supimos entregarnos y amar, en verdad y en justicia, entonces podremos ser parte del Paraíso o de la presencia del Señor, y lo que decidieron por libre voluntad encerrarse a si mismos, al cerrarse el sello de la muerte terrena, o de la oportunidad, ese será su estado eterno, su “yo” y nada mas que su “yo” Dios no lo condena, el mismo se condeno.
Ratzinger nos dice:
Podemos explicar la fe en el retorno de Jesucristo y en la consumación del mundo como la convicción de que nuestra historia se dirige al punto omega, donde será definitivamente claro y visible que lo estable que a nosotros nos parecía el suelo que soportaba la realidad no es la materia pura, inconsciente de sí misma, sino la inteligencia que mantiene el ser, le da realidad; más aún, es la realidad. Si es cierto que al fin triunfa el espíritu, es decir, la verdad, la libertad y el amor, a última hora no vence una fuerza cualquiera, sino un rostro. La omega del mundo es un tú, una persona, un individuo. Al fin la complexión y unión de todo lo abarcan infinitamente, será la unión definitiva de todo colectivismo, del infinitamente, de la pura idea, también de la llamada idea del cristianismo.
De aquí se deduce otra consecuencia esencial: Si la irrupción de lo definitivo, de lo último se funda en el espíritu y en la libertad, no es en modo alguno juego neutral y cósmico, sino incluye la responsabilidad. No se lleva a cabo como un proceso físico, sino que se apoya en decisiones, por eso la vuelta del Señor no es sólo salvación, no es sólo la omega que todo lo arregla, sino también juicio. Ahora podemos explicar el sentido del juicio: el estadio final del mundo no es el resultado de una corriente natural, sino el de la responsabilidad en la libertad. Ahora comprendemos por qué el Nuevo Testamento, a pesar de su mensaje de gracia, sigue afirmando que al fin el hombre será juzgado - por sus obras - y que nadie podrá escapar a este juicio sobre la conducta de su vida.
Existe una libertad que la gracia no elimina, sino que perfecciona. La suerte definitiva del hombre no pasará por alto las decisiones de su vida; esta afirmación es la frontera a un falso dogmatismo y a una falsa seguridad cristiana en sí mismo. La fe cristiana afirma la igualdad de todos los hombres al defender la identidad de su responsabilidad. Desde la época patrística la predicación cristiana puso de relieve la identidad de la responsabilidad y se opuso a la falsa confianza de los que decían - Señor, Señor.. -
Quien se confíe en la Fe, se dará cuenta de que existen dos realidades: la gracia radical de libera al hombre impotente, y también el rigor perpetuo de la responsabilidad que diariamente lo compromete.
Esto significa que para el cristiano, por una parte, existe la tranquilidad liberadora de quienes viven en la abundancia de la justicia divina que es Jesucristo. Esa tranquilidad sabe que yo no puedo destruir lo que él ha edificado. El hombre sabe que su poder de destruir es infinitamente mayor que su poder de construir, pero ese mismo hombre sabe que en Cristo el poder de construir se reveló infinitamente fuerte; de ahí nace la libertad profunda, el conocimiento del amor impenitente de Dios que siempre nos es propicio a pesar de todos los extravíos. Sin miedo podemos realizar nuestra obra; ya no da miedo porque ha perdido su poder destructivo: el éxito del mundo no depende de nosotros; está en las manos de Dios. Por otra parte, el cristianismo sabe que su obra no es ni algo arbitrario ni un juego poco serio que Dios pone en sus manos; sabe que ha de responder, sabe que como a administrador se le pedirán cuentas de lo que se le ha confiado. Sólo hay responsabilidad donde hay alguien que examina. El artículo sobre el juicio pone ante nuestros ojos el examen al que será sometida nuestra vida; nada ni nadie puede hacernos tomar a la ligera el inaudito alcance de tal conocimiento, que demuestra la urgencia de la vida en la que estriba su dignidad.
Sólo él juzgará, ningún otro. La injusticia del mundo no tiene la última palabra, ni se disuelve en un acto gracioso general e intrascendente; hay, por el contrario, una última instancia a la que podemos apelar para que se haga justicia y el amor pueda realizarse. Un amor que destruyese la justicia, sería injusticia, caricatura del amor. El verdadero amor es exceso de justicia, superación de la justicia, pero no destrucción de la misma; la justicia siempre debe ser la forma fundamental del amor.
Pero cuidado con caer en el extremo contrario. No puede ponerse en duda que la conciencia cristiana ha hecho del artículo de fe en el juicio una forma que prácticamente puede llegar a destruir toda la fe en la redención y en la promesa de la gracia. Vemos, como ejemplo, la profunda contraposición entre el maran atha y el Dies irae. El cristianismo primitivo, con su oración .Ven, Señor nuestro., ha explicado el retorno de Jesús como acontecimiento lleno de esperanza y alegría; ha visto en él el momento de la gran realización, y se ha orientado a él; ese momento fue para los cristianos medievales el terrible .día de la ira. (Dies irae), el día del estremecimiento de pavor y temor, el día de la miseria y la calamidad. El retorno de Cristo es todavía juicio, día de la liquidación de cuentas para todos los hombres. En tal visión se olvida lo más decisivo: el cristianismo se reduce prácticamente a un moralismo; asimismo es privado de ese respiro de esperanza y alegría que constituye su más auténtica manifestación vital.
Alguien podría pensar que el primer punto de partida para esa evolución fracasada, que se fija solamente en el peligro de la responsabilidad y no en la libertad del amor, nos ofrece la misma profesión de fe, ya que en ella, al menos según el tenor de las palabras, la vuelta de Cristo se reduce al juicio: .de allí vendrá a juzgar a los vivos y a los muertos.. Sabido es que en los círculos espirituales donde nació el Símbolo, sobrevivía todavía la herencia primitiva; las afirmaciones sobre el juicio se unían naturalmente con el mensaje de la gracia. Al afirmar que quien juzgaba era Jesús, el juicio se tornaba en esperanza. Para probarlo, voy a citar unas palabras de la llamada segunda carta de Clemente:
Hermanos, así debemos sentir sobre Jesucristo como de Dios que es, juez de vivos
y de muertos, y tampoco debemos tener bajos pensamientos acerca de nuestra
salvación. Porque si bajamente sentimos de él, bajamente también esperamos
recibir.
Esto no muestra dónde hemos de colocar el acento en nuestro texto: el que juzga no es, simplemente, como podría esperarse, Dios, el infinito, el desconocido, el eterno. Dios ha puesto el juicio en manos de quien es, como hombre, nuestro hermano. No nos juzgará un extraño, sin el que hemos conocido en la fe. No saldrán a nuestro encuentro el juez totalmente otro, sino uno de los nuestros, el que conoce íntimamente el ser humano porque lo sufrió.
Sobre el juicio se alza, pues, la aurora de la esperanza; el juicio no es sólo día de ira, sino el retorno de nuestro Señor. Recordemos la extraordinaria visión de Cristo con la que comienza el Apocalipsis (1,9-19): El vidente cae a sus pies como muerto, lleno de temor, pero el Señor puso su mano sobre él y dijo, como cuando calmó la tempestad en el lago de Genesaret, - no temas, soy yo - (1,17). El Señor todopoderoso es Jesús; el vidente fue en la fe su compañero de viaje.
El artículo de fe en el juicio relaciona estas ideas con nuestro encuentro con el juez universal. Con bienaventurado asombro verá el creyente en aquel día de angustia, que el que "tiene poder sobre el cielo y la tierra" (Mt 28,18), fue en la fe su compañero de viaje en su vida terrena, y que ahora, por las palabras del Símbolo, lo acaricia y le dice: No temas, soy yo.
-------------------------------
Todo reconocimiento, agradecimiento primero a Dios, y luego a J.Ratzinger (ahora Benedicto XVI) y a su libro: Introducción al Cristianismo, del cual amalgamo su teología y mi pensamiento, el cual no es propio, ni es mi teología, si no de tantos otros autores que he leido y he tomado lo que me parece pertinente.
¿Entonces cuál es la respuesta a nuestra pregunta inicial?
¿Cómo podemos como Cristianos amar sin caer en un humanismo chocante ni en una teología liberadora falsa?
Solamente podemos amar, cuando sostenemos el amor a su verdadero origen, principio y fin, que es Dios. El amor solo puede ser verdaderamente humano cuando es divino, ya que aqui radica la semejanza con Dios y el ultimo hombre - Jesucristo -, solo en Dios el amor es eterno, y se entrega totalmente al "otro", sale de si mismo y en su "cruz" hace un exodo hacia Dios y con ello hacia los hermanos, he ahi el verdadero amor y la verdadera prueba de amor hacia Dios, hacia los "demás" el ser persona cuando se vive y es junto el "otro" y el totalmente "Otro"
En eso consiste el amor, que Dios nos amo primero, Dios te ama, y eso basta... para que uno de la vida por los demás, por amor a Jesucristo se ama a los hermanos, esto es lo que se llama Caridad, lo otro es cariño y amor "humano" bello, pero solo el amor real sostiene, se entrega y tiene eco en la eternidad, y el amor real tiene como sustento a Dios y su Palabra que son el amor por antonomasia.. lo que Es y siempre Sera, como una familia eterna.
Toda Gloria a Dios y todo credito a Ratzinger y su excelente libro, yo solo soy el mensajero.
Carlos Bartolomé Santos
Escrito por Carlos Bartolomé Santos el 9/09/2005 0 comentarios
0 Comments:
Publicar un comentario
<< Home